"Concédeme, Señor, serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las que sí puedo y sabiduría para distinguir las unas de las otras". Kurt Vonnegut, Matadero cinco

31/10/16

¡Especial Halloween! Pide un deseo

¡Hola a todos! ¿Qué tal todo? Yo ahí sigo. Estoy preparando una entrada en la que os cuento algunas de las novedades que se presentan de cara a estos meses, pero aún no puedo decir nada. En lo que espero al momento propicio, y para que no os olvidéis de mí tan fácilmente, hoy os traigo un regalito. Se trata de uno de mis escasos relatos cortos. Ya sabéis que soy más de novela, pero de cuando en cuando hago algo. Este relato en concreto se llama "Pide un deseo", y lo escribí hace muchísimo tiempo, creo que en 2008, aunque no estoy del todo segura. Lo que sí sé es que surgió con la intención de escribir algo ambientado en Halloween, y por eso he querido compartirlo hoy con todos vosotros. Espero que os guste :) ¡Saludos!

—Míralo, por ahí va…
—¿Sí? ¿Ese?
—Sí, sí, el del gorro negro.
—Shhh… Ahí viene, haced como si nada…
El joven pasó junto al grupo de chicos y chicas que lo taladraban con la mirada sin apenas volver la vista, aislado en sus propias fantasías alimentadas de música y tebeos. Entró en el aula como un suspiro, bajo la atenta mirada de otro nuevo grupo de gente. No les prestó la más mínima atención mientras se sentaba en la silla con aire perezoso. Subió un poco más el volumen y cerró los ojos. Pero las voces seguían ahí, murmurando entre ellas, y él, por muy indiferente que fuese, las escuchó mezcladas con su canción.
—¿Habéis visto los pinchos que lleva?
—¿Y el piercing de la ceja?
—Parece que lleva los ojos pintados…
—Entonces será un maricón…
—Ya habló la basta.
—Debe de ser un satánico de esos, como la de la otra clase.
—¿Quién, la Lucifer?
—Sí, esa.
—Igual acaban juntitos y todo.
—Claro, claro, y sus hijos se llamarán Miércoles y Pugsley, no te digo…
—¡Jajajajaja!
Soltó un resoplido, y de repente las voces enmudecieron. Intrigado, abrió los ojos y vio a las chicas, que lo miraban disimuladamente. Algunas parecían intimidadas, y eso le hizo esbozar una media sonrisa breve. 
Le tenían miedo.
El profesor, un tipo alto y algo rechoncho, entró en la clase, y en menos de cinco segundos todo el mundo se encontraba sentado y en silencio.
—Muy bien, así me gusta —asintió el profesor—. Empecemos por donde lo dejamos el otro día. ¿Tú quién eres?
El chico parpadeó y le miró. De pronto, se dio cuenta de que todas las miradas estaban clavadas en él. Todos esperaban una respuesta.
“Vaya, hombre” pensó irritado, descolgándose los auriculares y dejándolos junto a su colgante.
—Me llamo Koldo Martín, soy nuevo.
El profesor le lanzó una mirada a la lista de alumnos y asintió.
—Koldo Martín, cierto. Bueno. —Cerró el libro—. Pues ya que estamos, Koldo, cuéntanos un poco tu vida. ¿De dónde vienes?
Koldo miró distraídamente por la ventana.
—De la sierra.
—Ah… ¿Y por qué has venido a estudiar aquí? ¿Han trasladado a tus padres o algo así?
El joven se encogió de hombros. No creía necesario dar tantas explicaciones. El profesor frunció el ceño, pero no dijo nada al respecto.
—Los gorros están prohibidos en clase —murmuró.
—Uy… —Koldo se quitó el gorro, y una maraña de pelo oscuro ondulado le cayó por la espalda. Se produjeron nuevos murmullos. El profesor le dirigió una mirada de aprobación, y la clase emprendió su curso.

—Míralo, por ahí va…
—De la sierra, dijo que era de la sierra.
—La gente de por allí es más rara…
Koldo atravesó la salida al patio envuelto en una nueva marea de comentarios, siempre en silencio. Aunque, a decir verdad, empezaba a molestarle tanto interés. Sólo era un chico nuevo, ¿qué más había de divertido en él? ¿Su ropa?
“Menuda panda de santurrones” pensó, encendiendo su MP3.
No bien había terminado la segunda canción cuando de nuevo las voces se alzaron sobre la melodía, devolviéndole a la realidad. Reprimió un taco.
—¿Qué pasa ahora? —bufó, levantándose. Otra vez, las miradas se concentraban en él, sólo que esta vez con más descaro aún—. ¿Qué?
—Nada… —La voz de un chico se adelantó a las del resto. Koldo no se movió, dejó que él, acompañado de otros dos chicos de mirada aviesa, se acercase.
Se miraron. Koldo aguantó la mirada hasta que un odio repentino empezó a quemarle.
—¿Qué os pasa a todos aquí? —gruñó—. ¿No tenéis tele para entreteneros que tenéis que mirarme como si fuese…?
—¿…un bicho raro? —terminó el otro—. Es que lo eres, pringao, ¿o no te has dado cuenta de las pintas que llevas?
—Vaya, vaya… —se rió Koldo, agitando sus pulseras de pinchos—. No sabía que la gente de la ciudad fuese capaz de hablar consigo misma en voz alta.
Un silencio tenso congeló el ambiente. Se oyeron algunas risas, pero la mayoría de las caras le miraban con terror, como si hubiese dicho algo malo. El chico que le había hablado arrugó la cara, y se sacó los puños del bolsillo.
—No debiste decir eso, satánico de mier…
— ¡Eh! —chilló una voz femenina—. ¡Déjale!
Se armó un cierto revuelo en la parte izquierda del improvisado círculo de personas que se habían rejuntado para contemplar lo que iba a convertirse en pelea de un momento a otro. Este revuelo distrajo al propio Koldo, que no tuvo tiempo de esquivar el primer golpe. El puñetazo le dio de lleno en la boca, empujándole fortuitamente al suelo.
—¡Eh!
—¡Pelea, pelea!
La voz que había intentado defenderle volvió a gritar.
—¡Vale ya! ¡Vale ya! 
—¡Anda, calla, muerta viviente!
—¿Muerta viviente? Bien, vosotros lo habéis querido…
Un grito atravesó los oídos de todos los presentes, enmudeciéndoles de miedo. Hasta el golpeado se estremeció. Era un grito gutural, verdaderamente tétrico.
Los que estaban alrededor de ella se apartaron como electrocutados, y finalmente se fueron marchando uno a uno, quedando sólo él, el chico que le había pegado y ella. Koldo le dirigió una mirada penetrante, como evaluando si se podía tratar de una aliada.
Debía de ser la Lucifer, o así la habían llamado. Vestía de negro y morado, con unos guantes de encaje negro, y una larga melena azabache con esporádicos mechones rojos enmarcaba su rostro afilado. Su pintura la hacía más pálida, resaltando unos intensos ojos oscuros y unos labios carnosos. Llevaba una cruz plateada al cuello.
—La que faltaba —rió el chico—. ¿Por qué no te vuelves a tu ataúd, mona?
—Porque me dejé las llaves de la cerradura dentro, maravilloso ser vivo —le respondió ella—. Por cierto, avísame cuando tengas tu próximo análisis de sangre, me muero de ganas de probar tan suculenta bebida —ironizó.
—Puaj… —El otro se apartó con cara de asco. Pero antes de marcharse lanzó una mirada amenazadora a Koldo, que se la devolvió—. Esto no se va a quedar así.
Y salió corriendo. La joven suspiró y ayudó a Koldo a levantarse.
—No le hagas caso, es un imbécil. Mira como te ha puesto la boca —se quejó, sacando un kleenex del bolsillo—. Toma, límpiate.
—Gracias —farfulló Koldo, aún algo perplejo por lo sucedido. Se apartó el pañuelo de la cara, manchado de sangre—. ¿No tienes sed?
Los dos soltaron a la vez una carcajada.
—Muy gracioso —concedió ella al cabo de un rato—. Veo que tienes sentido del humor. ¿Cómo te llamas?
—Koldo —respondió él instantáneamente, contento de poder entablar una conversación civilizada—. ¿Y tú? He oído por ahí que te llaman Lucifer.
—Ya, qué chiste más malo —dijo la joven, jugando con las chapas de su cazadora—. En realidad me llamo Isabel. Pero si te hace ilusión…
—No, me da igual.
—¡Vale! Pues llámame Bel.
—¿Como Graham Bell?
—¡Oye!
—Está bien, está bien…

Los días transcurrieron un poco más deprisa. Koldo y Bel quedaban en los recreos bajo la mirada de medio instituto, y compartían anécdotas, gustos musicales y muchas cosas más. Además, la casa de Bel estaba de camino a la suya, por lo que la acompañaba a casa todos los días sin excepción. Al poco tiempo se habían hecho grandes amigos.
Un día, Bel le recibió con el semblante preocupado.
—Hola…
—Hola —saludó él, extrañado—. ¿Qué ocurre?
Bel suspiró. Parecía triste. Le invitó a dar un paseo por los alrededores, mientras se planteaba cómo contar a su único amigo algo así.
—Ey, Koldo, tú sabes que me caes muy bien, ¿verdad?
—Sí… —afirmó éste, mirándola de reojo. Bel continuó con la mirada fija en el cielo grisáceo.
—Y sabes que eres la persona más encantadora que he conocido jamás.
—Bel, ¿qué pasa? —la interrumpió Koldo, mirándola fijamente. Bel se detuvo en mitad de la calle. Los ojos le brillaban peligrosamente, y cuando alzó la mirada esta estaba teñida de rabia.
—Mis padres y yo nos mudamos. A Francia, dentro de unos días.
La contestación pilló a Koldo desprevenido.
—¿Qué? —exclamó, boquiabierto—. ¿Cómo no me lo has dicho antes?
Bel no contestó al momento. Parecía que a ella tampoco le gustaba la idea de marcharse, y le costaba reunir el aliento suficiente para seguir hablando.
—No quise decírtelo antes, lo sabía desde mucho antes de conocerte.
—Eso no responde a la pregunta, Bel —repuso Koldo, dolido. Bel bufó.
—Yo no tengo la culpa, ¿vale? Mis padres querían irse de aquí, no les gusta el ambiente. Y tú acababas de llegar… —calló—. Mira, cuando llegué aquí hace ocho años me sentí como tú. Ignorada, humillada, el centro de todas las miradas de esos niñatos. No quería que pasaras por lo mismo.
—Ah, o sea que estás conmigo por lástima.
—¡No! —contestó ella rápidamente—. No, no es eso. Ya te he dicho que me caes genial.
—¿Entonces? —Bel no respondió—. Oh, venga. Bel, mírame. Mírame. —La otra obedeció—. Sé defenderme solo. No tenías por qué haber hecho nada.
—Pero estabas solo —le recordó ella—. Necesitabas a alguien.
—¿A alguien? —Koldo le lanzó una mirada—. ¿Qué quieres decir con eso?
Bel avanzó por delante, eludiendo la pregunta. Koldo la siguió en silencio. El camino se convirtió en un mudo intercambio de miradas y esfuerzos por no pisar los charcos. Finalmente, Bel se detuvo. Koldo miró a su alrededor, y arqueó las cejas.
—No es bueno estar solo —susurró ella, mirando los cipreses y los monumentos de mármol que se dejaban ver tras la verja de oxidada pintura negra.
Estaban en la entrada del cementerio.
Bel se volvió. Su rostro, habitualmente alegre y bromista, estaba serio.
—Necesito que me hagas un favor —murmuró con voz grave—. ¿Podrás?
El joven la miró sin entender.
—Claro que sí… —respondió con una sonrisa—. Aunque después de lo que has dicho debería pensármelo.
—Anda, tío. —Bel le dio un codazo, y una mueca alegre atravesó su rostro por un instante—. Tengo unos amigos que van a venir esta noche. —Su expresión volvió a ser seria—. Pero no voy a poder quedar con ellos, tengo que preparar mis cosas para los de la mudanza. Necesito que te quedes con ellos esta noche.
—Ajá… —Koldo se rascó una ceja—. ¿Y por qué no se lo dices a ellos directamente? Lo de que no puedes quedar, digo.
—No puedo. —Bel suspiró—. Vienen de muy lejos, y sólo van a quedarse por aquí hoy. Mañana volverán… a su casa.
—Ah, vaya —murmuró Koldo, pensativo. Bueno, era una oportunidad para conocer gente—. Bueno… Pero me debes una.
A Bel se le iluminaron los ojos.
—Gracias. Toma, quédate con esto. Así sabrán que vas de mi parte.
Y le pasó por el cuello el hilo de uno de sus colgantes. Cuando ella se separó, le echó una ojeada. Era uno de esos que se ponía bastante a menudo, un símbolo celta. No recordaba que ella le hubiese contado lo que significaba.
—OK…OK —Bel rió—. Oye, si este es el último día que vamos a vernos, deberíamos despedirnos como Dios manda, ¿no?
—¡Tienes razón! —exclamó ella—. Mi padre me ha dado veinte euros, ¿qué tal si nos vamos a tomar algo? 
—No estará tu hermana husmeando por ahí… —dijo Koldo con cautela. La hermana pequeña de Bel era una psicópata cotilla en potencia, y no le apetecía tenerla cerca. Bel comprendió.
—No, tú tranquilo. —Puso cara de espanto—. Está por ahí con sus compis dando sustos a la gente. Ya sabes, Halloween y todo eso.
—¡Anda!
Bel asintió.
—Venga, vámonos de aquí…
Caminó en dirección a la zona de ocio de la ciudad, seguida por los pasos silenciosos del joven.

No se hizo a la idea de lo lúgubre que podía ser el cementerio hasta que puso los pies allí, solo a las ocho de la tarde. Ya era completamente de noche, y las escasas farolas que iluminaban el lugar arrojaban sombras de árboles, que mezcladas con un frío anormal provocaban en Koldo pequeños espasmos. 
“Halloween” pensó, caminando de un lado a otro en busca del desentumecimiento. “A quién se le ocurre quedar enfrente de un cementerio…”
Y además, la que había montado en casa. Su madre, que ya recelaba de la compañía de “una niña tan siniestra” para su hijo, le había hecho prometer que estaría en casa antes de la una. Eso y que no hiciese cosas raras. Koldo evitó pensar en las connotaciones que podía tener aquella orden. Así que se puso a pensar en Bel. La iba a echar de menos. Realmente, había sido su única compañía en los casi dos meses que llevaba allí. Juntos, nadie se atrevía a molestarlos. Y no solo eso. Era una chica muy especial. No una simple amiga, sino alguien con quien desahogarse de cualquier mal. 
“Le pediré la dirección para ir un verano a verla” se prometió.
Un crujido le apartó de sus pensamientos. Una ráfaga le revolvió los mechones que sobresalían de su gorro, erizándole el pelo.
—¿Hola? ¿Hay alguien allí?
Dio un par de pasos hacia la verja. La farola más próxima estaba dentro del cementerio, y no le apetecía alejarse mucho. No tenía miedo, pero le inquietaba el frío y el insoportable silencio. Por no hablar de que los amigos de Bel se estaban retrasando…
—Hola.
Koldo pegó un brinco, con el corazón en un puño. A su lado, una pareja le devolvió una mirada. Respiró entrecortadamente, sorprendido. ¿De dónde había salido esa gente?
—¿Esperas a alguien? —preguntó el joven, apartándose un mechón rubio de la frente y mostrándole unos ojos grisáceos. Koldo recuperó lentamente la compostura. No podía distraerse con tanta facilidad, le saldría caro a su salud.
—¿Sois vosotros los amigos de Bel? —preguntó, frotándose las manos.
—Sí —respondió la joven que acompañaba al otro—. Somos amigos de Isabel Peláez. —Lo miró a los ojos—. ¿Eres tú también amigo suyo?
Koldo no contestó. Se había quedado sin voz al verla mejor. Algo parecido a un puñetazo le atravesó por dentro.
Era hermosa, muy hermosa. Su piel era pálida como el marfil, y sus ojos verdes, misteriosos y exóticos al mismo tiempo. Un flequillo tan infantil como su voz le dulcificaba el rostro, flanqueado por una lisa cabellera castaña clara. Su compañero era tan pálido como ella, y su pelo era rubio como el trigo.
No comprendió muy bien lo que le estaba pasando por la mente, perdido como estaba. Por suerte, ella le ayudó.
—Mi amigo se llama Ismael, y yo soy Karina —se presentó. Miró el colgante de Bel y asintió levemente—. Sí, no nos mientes. Eres amigo de Isabel.
—Sí… —musitó Koldo, recobrándose a tiempo para contestar—. Me llamo Koldo.
—Encantada. —Karina sonrió, deslumbrándole—.Koldo, ¿quieres pasear un rato con nosotros?
—Está bien… —aceptó éste, sin dejar de mirarla—. Como quieras.
Ismael empezó a caminar, seguido por los dos. Karina contempló las estrellas con un brillo melancólico en la mirada, y después habló.
—Debes de ser alguien muy importante para Isabel —comentó.
—¿Por qué dices eso? —quiso saber Koldo. 
—Es obvio —terció Ismael—. No le regalaría ese colgante a cualquiera.
—Bueno, en realidad me lo ha prestado —puntualizó Koldo—. Quería que supierais que iba de su parte. No podía venir hoy.
—¿Ah, no? —la expresión de Karina se entristeció. Koldo se apresuró a decir:
—No es culpa suya. Se va a mudar. Pero podréis verla cuando queráis.
—¿Cuando queramos? —repitió Karina, con la vista en el suelo. Koldo asintió.
—Claro… Sois sus amigos, seguro que os dará su dirección.
—No será tan fácil… —murmuró Ismael en voz baja. Koldo frunció el ceño.
—Koldo… —dijo Karina con voz susurrante, haciendo que la mirara—. No solemos hablar con gente de por aquí. Cuéntanos, ¿cómo van las cosas?
—Bien… —Koldo no comprendía bien lo que Karina quería saber. Pero la contentaría con lo que fuese—. Yo tampoco hablo mucho. Sólo con Bel.
—Oh, vaya —Ismael le miró—. ¿Tú también…?
Karina se detuvo en seco y le lanzó una mirada alarmada. Pero Koldo no les vio, y siguió caminando.
—¿Yo también qué?
Hubo un silencio lleno de significado entre los dos amigos de Bel. Un silencio en el que ambos compartieron una mirada tensa. Karina desvió la mirada.
—Isabel es una persona muy especial —murmuró—. Sólo habla con… ciertas personas. No se lleva bien con todo el mundo.
—En eso te doy la razón —dijo Koldo—. Es muy suya, casi siempre ignora a todo el mundo.
Karina rió. 
—Pero es muy buena —comentó—. Una de las personas más buenas que he conocido.
—Sí… —coincidió Koldo—. Siempre dispuesta a ayudarte…
—Sí —asintió Karina—. Para siempre.
Esta vez fue Koldo quien paró. Miró a la joven, que sostuvo su mirada, divertida.
Por un momento, el tiempo pareció dejar de existir. Sólo estaban ellos, compartiendo aquella mirada, tan extraña y a la vez intensa. Koldo creyó ver muchas cosas en los ojos de la misteriosa amiga de Bel, cosas que le maravillaron, que le intrigaron y que le fascinaron. Pero la mirada se acabó. El rostro de Karina volvía a recubrirse de tristeza. Ismael suspiró.
—Creo que esta noche tú necesitas más compañía que yo —le dijo. Karina reaccionó.
—No, Ismael, tú también tienes derecho…
—Tranquila —Ismael la miró con cariño—. No te preocupes. Iré a ver a Casandra, la pobre debe de aburrirse como una ostra en su casa.
—Pero, Ismael… —insistió Karina, aturdida. Ismael negó con la cabeza.
—No te preocupes por mí —le pidió—. Y disfruta. Esta es nuestra noche. Hasta pronto, Koldo.
—Adiós… —se despidió éste, contemplando cómo el otro se iba alejando. Cuando la silueta del joven era apenas visible, se volvió hacia Karina. El impacto de sus ojos volvió a encogerle el estómago.
—Perdona…
—¿Sí? —dijo ella, levantando las cejas. Koldo respiró hondo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó. Karina abrió los ojos.
—¿Cómo?
Koldo desvió la mirada, pero la fijó en ella rápidamente.
—Que si te encuentras bien. No sé, tal vez lo he imaginado. Pero me ha parecido que estabas triste por algo.
Karina entendió.
—Ah… —Unió las dos manos y las retorció—. Lo siento.
—No… —Koldo la miró muy serio—. No, no sientas nada. No hay que guardarse para dentro lo que uno siente. Cuéntamelo si quieres.
Karina le miró, dudando. 
—En serio. —Koldo le sonrió—. Puedes confiar en mí.
La joven lo miró largamente, con ese destello en la mirada que tanto le inquietaba. Sonrió levemente.
—Yo… He tenido una vida un poco desagradable —comenzó—. No tenía muchos amigos, y eso sólo empeoraba las cosas. Cuando te hacen daño, todo el dolor se acumula dentro de ti, y si nadie está dispuesto a ayudarte, si nadie está dispuesto a escucharte y a arrancarte el pesar de raíz… —Cerró los ojos—. Eso te puede llevar a hacer cosas terribles.
Y le contó a Koldo todo, todo lo que le preocupaba, todos sus miedos y agonías. Todo lo que se había ido concentrando en el interior de su ser. Koldo escuchaba, entristecido y a la vez maravillado por la forma de hablar de Karina, como si estuviera contando un inocente cuento de hadas.
—Ismael y yo conocimos a Isabel cuando era una niña —continuó Karina—. Y fue como si se hubiese abierto una puerta entre yo y el mundo. Se interesó al momento por nosotros, e intentaba ayudarnos. Pero no podía ayudarnos en todo. —Miró a Koldo—. El daño ya está hecho. Nosotros sólo necesitamos compañía. Queremos que alguien nos escuche, ya que antes nadie quiso hacerlo.
La última palabra tuvo un tinte lloroso, y Koldo se dio cuenta.
—Eh… —Miró a Karina, preocupado—. Tranquila. Yo te estoy escuchando. No pasa nada. Estoy aquí.
La mirada de Karina le invadió, aturdiéndole.
—¿Y estarás aquí para siempre? —preguntó.
—Sí… —Koldo asintió—. Claro que sí… Estás helada —farfulló, estremeciéndose. Había cogido a la joven de la mano, y la había encontrado gélida como el hielo. Karina desvió la mirada, sumida en su halo de tristeza.
—Me temo que eso no puede arreglarse —dijo en voz baja.
—¿Cómo que no? —se alarmó Koldo—. Ven, te llevaré a casa. Hay sopa caliente para cenar, te vendrá bien…
Calló. Karina volvía a sonreír tímidamente, sin soltarle de la mano.
—No es necesario —murmuró, negando con la cabeza—. De verdad…Lo único que necesito es hablar.
— ¿Hablar? —dijo él sin entender. Karina asintió.
—Sólo eso.
Y el paseo siguió su curso. 
Koldo no consiguió respuesta alguna cuando le preguntó por el porqué de su tristeza, la joven cambiaba de tema con facilidad. Así que decidió dejar sus preguntas de lado, y, como ella pedía, le dio conversación. Y se sorprendió de la soltura con la que ambos podían hablar de cualquier cosa. Karina hablaba con inteligencia, demostrando una sensibilidad inusual, un talento innato para escuchar. No tardó en hablarle de cosas que nunca le había dicho a nadie, ni siquiera a Bel. Tal vez se debía a esa amabilidad, a esa suavidad que su voz escondía. 
El tiempo pasó rápidamente, y cuando Koldo quiso darse cuenta, ya eran las doce menos cinco. Al conocer la hora, la expresión de Karina se oscureció.
—Debo marcharme ya —dijo, mirándole con disculpa. Koldo abrió los ojos.
—No, por favor —le pidió—. No te vayas todavía.
Karina suspiró.
—Debo hacerlo, Koldo. Se ha acabado el tiempo —murmuró con voz enigmática.
—Pero… —El joven le lanzó una mirada interrogante—. Pero volverás otro día, ¿no? Volveremos a vernos.
Karina no contestó.
—Vamos por aquí —indicó, señalando una calle.
Por el camino, Karina miraba la luz de la luna, dejando que ésta la bañara con su palidez. Koldo soltó un gemido.
—¿Qué ocurre? —Karina lo miró, preocupada. Koldo negó con la cabeza.
—Es que… —calló—. No, nada. Una tontería.
—Hay tonterías que no son tan tontas —repuso ella—. Dime.
A Koldo le costó encontrar las palabras apropiadas.
—Es que no quiero que te vayas, Karina —dijo en voz baja, mirándola a los ojos—. Por favor. Quédate conmigo.
—Oh… —Karina abrió los ojos, sorprendida—.Oh, Koldo…
Se acercó a él y le abrazó. Koldo volvió a temblar de frío.
—No puedes dejarlo crecer —le susurró ella—. No debes.
—Pero…
—Sé lo que te pasa por dentro. —Karina le acarició el pelo por encima del gorro—. Cuando crees haber encontrado lo que te falta para ser feliz. Yo también lo siento. Eres un chico excepcional.
—¿Entonces qué problema hay? —inquirió él, confuso—. Si no quieres…
—No es eso —aclaró ella—. Es complicado de explicar. Hazme caso. Es mejor dejarlo así.
Hubo un silencio. Koldo se separó de ella lentamente, sin dejar de contemplar aquellos ojos tan impactantes.
—Sólo pediré una cosa —prometió—. Como un deseo.
Karina abrió los ojos, algo sorprendida.
—Sí. ¿Cuál?
—Volver a verte —murmuró Koldo, decidido—. Vernos de vez en cuando.
Karina calló un instante. Finalmente asintió.
—De acuerdo —susurró—. Pero yo también quiero pedir un deseo.
—Adelante —sonrió él—. Soy todo oídos.
Karina se acercó más, hasta que su boca llegó al oído de Koldo.
—No vengas a buscarme —murmuró—. No intentes llegar a mí antes de tiempo.
Koldo frunció el ceño, pero asintió. La joven sonrió con ternura, acariciándole el rostro.
—Me lo has prometido —recordó—. Pórtate bien…
Y le besó en los labios. Koldo ahogó un suspiro, y respondió al beso con cierta torpeza. Aun así, fue el beso más dulce que había recibido nunca de nadie. Cuando acabó, una lágrima luchaba por salir de sus ojos. Karina se la enjugó con un dedo.
—Volveremos a vernos, Koldo…

—¡Koldo! Despierta, son más de las dos.
La voz de su madre se filtró por el hueco de la puerta, martilleando su cabeza, arrastrándole de mala gana a la realidad.
—Ya voy, mamá —gruñó enfadado. Se destapó de un manotazo y soltó un bostezo.
Mira que despertarle en pleno sueño… Y qué sueño, aún le latía el corazón con fuerza al recordarlo. Se lo contaría a Bel. Ese día era fiesta, así que lo más seguro sería que darían una vuelta por las afueras. Bostezó por segunda vez y bajó a desayunar.
—Tienes carta —informó su madre mientras calentaba una taza de leche. Koldo arqueó las cejas—. Sí, esa misma cara he puesto yo. La tienes en la entrada.
—Ah. —Koldo parpadeó y se estiró para desperezarse—. Voy a buscarla.
—¡Eh, aún no has desayunado…!
Koldo no volvió atrás. Corrió hasta la entrada y recogió la carta con gesto tenso. Era de Bel. Con los dedos temblorosos, abrió el sobre y desdobló la carta. Nada más leer las primeras líneas se dio cuenta de la alarmante realidad. No había sido un sueño. Había sido peor.

"Hola, Koldo. Sé que esto te va a resultar extraño, pero cuando leas esta carta yo ya estaré de camino a Francia. Así que, por favor, te ruego que entiendas lo que voy a intentar explicarte.
Ayer fue Halloween, eso ya lo sabes. Es una fiesta muy importante, aparte del rollo de dar sustos es el preludio al día de los difuntos. Las personas que viste ayer no son simples personas.
Están muertas. Ahora debes de estar con una mano en la cara. Vale, tranquilo. Sigo explicando.
Ya te dije que no es bueno estar solo, que se pueden hacer tonterías, tonterías como las que llevaron a Ismael y Karina a quitarse la vida. La soledad era demasiado dolorosa para ellos. El colgante que te he dado no es un simple colgante. Es un amuleto, un símbolo. Con él adquieres la capacidad de ver a gente como ellos. No me preguntes cómo lo conseguí. Apenas lo recuerdo.
El caso es que cada noche del treinta y uno de octubre, los muertos salen de su letargo y vuelven al mundo de los vivos. Algunos siembran el pánico, otros sólo buscan aliviarse.
He aquí el verdadero favor que te pido, Koldo, amigo querido. Por favor, quédate con el colgante. Sigue escuchándoles cada Halloween. Es muy importante, ya te lo he dicho. De esta forma, les darás lo que tanto anhelaron en vida, una voz amiga. Y tú también la tendrás en ellos.
No es bueno estar solo, ya te lo he dicho. Con esto quiero que aprendas lo importante que es la compañía, lo importante que es tener amigos. Lo importante que es la vida, en resumen. No la desperdicies nunca.
Un beso, nos vemos allá.
Bel".

Koldo cerró los ojos. 
—¿Estás llorando? —exclamó la voz de su madre, preocupada. Koldo se frotó los ojos.
—No, mamá…Era Bel. Que ya se ha mudado.
—Ah… —El tono de su madre sonó aliviado—. Menos mal.
—Oye, mamá, tengo que salir un momento…
—¡Eh! —Koldo se detuvo—. Primero desayuna. Luego, lo que quieras.
El joven resopló.
—Está bien…

Todo estaba en silencio. Ni un suspiro, ni una ráfaga de aire. Silencio eterno. Silencio para los que duermen, esperando la llegada del treinta y uno de octubre. Koldo avanzó entre las lápidas, intimidado. Llevaba una rosa blanca en la mano. Hacía más de media hora que paseaba por aquellas lúgubres calles, buscando lo que no sabía si le provocaría alegría o dolor.
Y finalmente, la encontró. El rostro se le encogió en un gemido mientras leía los nombres.

KARINA LOUISE BLÁZQUEZ                                               ISMAEL GARCÍA
                   1977-1996                                                                       1966-1984

—Hola… —Quiso sonar alegre, pero no lo consiguió—. Os he traído esto.
Dejó la rosa entre las dos lápidas, y después miró la de Karina. Le apartó unos hierbajos con la mano.
—No sé cómo decírtelo… Me has ayudado mucho. Tú y Bel me habéis ayudado mucho, y no pienso olvidarlo. No pienso olvidarlo.
Un rayo de sol se filtró sobre las nubes, iluminando el mármol. Koldo suspiró.
—He aprendido. Y tu deseo se va a cumplir, Karina. Te lo juro —murmuró, conteniendo las lágrimas—. Volveremos a vernos.
Con pasos lentos y pesados, el joven retrocedió hasta la salida. Rumbo a su vida, la que había prometido preservar. La que iba a vivir hasta el límite por aquellos dos nuevos amigos.
“Hasta el próximo Halloween…”